sábado, 18 de julio de 2015

Contraste de realidades


Recuerdo a la perfección cuando fue la última vez que una despedida me hizo derramar una lágrima. Lo cierto es que es sencillo recordarlo porque, con hoy, tan sólo han sido dos las ocasiones en las que un adiós ha derribado todas y cada una de mis barreras.

Fue una noche, de aquellas que despedían agosto con su calor condescendiente, arrancó aquel autobús azul llevándose consigo aquel accidentado comienzo y alejándolo durante tres largos meses. En aquel entonces se condensaban entre agua y sal el deseo lacerante por no soltar mi pasado, me encadenaba a la ciudad que me había visto crecer y cambiar; la que me había hecho caer y levantarme hasta rehacerme a mí misma una y otra vez. En el otro lado de la balanza quedaban las nuevas posibilidades que podría haberme brindado aquel viaje al otro lado del Báltico, aquellas que entonces se antojaban un castigo al ver cómo se alejaba aquel que me quería de forma siempre condicionadamente incondicional.
Fue, aquella, una despedida que me dejaba atada a la realidad de entonces, incapaz de ver más allá de las huellas de mis pies tras de mí. Incapaz de volar alto, incapaz de luchar por una apuesta más alta, incapaz de comprender qué significaba sentirse en casa.

La de hoy ha sido una despedida completamente diferente; una que queda grabada en el calor del que se pinta un Julio entrado en días y que se va escribiendo en el avance de un tren que me devuelve a aquella ciudad que siempre fue mi hogar. Y de pronto me doy cuenta, mientras disimulo tras unas gafas de sol aquellas lágrimas tontas que tampoco tiene mucho sentido que estén ahí, que me alejo; que me vuelvo a Madrid. Pero que lo hago tan solo con medio corazón porque el otro medio me lo he dejado olvidado entre las calles de esa ciudad que, sin darme yo ni cuenta, me ha ido cautivando con su fuerza y personalidad.
Sí, no es una ciudad grande, y a mis 26 años no creo que supiese darle respuesta a lo rápido que se quieren mover mis pies. Pero esa ciudad encierra algo que nunca antes había encontrado, esa ciudad me ha mostrado un futuro que soy capaz de creerme, que soy capaz de imaginar y verme en él; me ha regalado una posibilidad que me hace sonreír entre chupetes colgados, pañuelos alzados al cielo, e hileras de álamos cuya tonalidad cambia a capricho del viento.
Es, esta, una despedida tranquila que me regala en un susurro en el viento la promesa de que permanecerá allí siempre que quiera volver; siempre dispuesta a enamorarme un poquito más con sus callejuelas estrechas e intrincadas que te regalan de pronto un claro; un pequeño parque, un rincón de césped reformado, y un alto desde el cual mi mirada se pierde más allá incluso de lo que aun no es. Vuelvo, sí, pero lo hago con las alas bien abiertas y capaz de poder con todo.

Gracias Pamplona y hasta pronto.











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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura


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