El cielo se engalana con el caprichoso juego de un océano de azules limpios donde el sol reina magnánimo sobre una ciudad que empieza a despertar entre calles aun cubiertas por el frío manto del sueño y la brisa suave de primera hora de la mañana. Contra el horizonte se recorta la silueta de un pasado imperial y esas paredes cuentan aun historias de épocas doradas donde el suave frufrú de largos vestidos hacía de banda sonora resonando en el eco de largos pasillos llenos de luz.
Vuela la imaginación con la libertad que dan los cuentos, lejos de perímetros de seguridad y carteles que prohíben sacar fotografías. Vuela hacia un patio de armas donde antaño los cambios de guardia no eran solo una tradición mantenida con el tiempo cada primer miércoles de mes sino la realidad de una villa y corte de engalanados palacios, renombrados artistas y pobreza entre las calles.
Vuela y se pierde en un combate de espadas entre dos valientes caballeros. El calor del sol de verano perla de sudor su frente allí donde una arruga de concentración surca el ceño en un semblante sereno. El cruce de espadas se vuelve una coreografía bien ensayada donde no hay sonido que se ose sonar con más fuerza que el choque del acero ni un golpe de brisa que surque la burbuja que cubre a ambos combatientes.
Risitas coquetas llegan desde lo alto de los muros de palacio escapando desde las ventanas abiertas y en un instante que se vuelve eterno él alza la mirada y se encuentra con esos ojos negros que observan desde lo alto, siempre con ese brillo de inocente curiosidad que escapa entre los pliegues del velo de serenidad que exige su regia posición. La espesa melena de cabello oscuro se recoge en un moño bajo dejando su rostro de tez nívea al descubierto, frágil ante los rayos de aquel sol que brilla con intensidad en lo alto del cielo. La expresión es de calma fingida, escondiendo un corazón que late con las ansias de descubrir, y en sus labios serenos se adivina el lugar donde quiere nacer una sonrisa.
De ese instante de falta de concentración surge una espada que se detiene a escasos centímetros de su pecho. Una segunda espada, la suya propia, cae al suelo con un repiqueteo eclipsado por aplausos y balbuceos que se le antojan lejanos aunque ocurran a su alrededor. De nuevo ha perdido en combate, de nuevo a causa del hechizo de esos ojos negros que aun siente clavados en él. Unos ojos que se cierran y después miran al frente de nuevo siguiendo su avance en pos del pequeño grupo de mujeres que siguen distraídas su camino. Él también regresa su la realidad, la que ocurre más allá del balcón, un piso más abajo y a kilómetros de distancia de ese mundo de lámparas de araña y techos engalanados.
A sus espaldas aun revolotea contra el cielo limpio de verano el brillo del deseo.
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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura
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