Supongo que cualquier historia, incluso la más improvisada y que da comienzo de la manera más inverosímil posible, tiene el potencial de convertirse en un conmovedor cuento de antes de dormir de esos que congelan en el rostro más inocente una sonrisa antes de cerrar los ojos y dejarse vencer por el sueño.
De algún modo hasta la historia más desprovista de un buen guión, aun incluso aquella que empieza con un "¿Cama o sofá?" como gran interrogante de la noche y que acaba con un "mi cama es de matrimonio" como gran revelación; aun esa, por esperpéntica que pueda resultar, tiene potencial.
El problema aparece siempre de la mano de las temidas imparidades. Ya lo dijo alguna vez un sabio aquello de que dos se hacían compañía y tres resultaba una multitud. El pasado atormenta en un teléfono móvil que se calienta junto a la oreja y un coche que en la noche de Madrid espera, una conversación que se alarga y una flor que se esconde firman el final agridulce de una anécdota extraña.
Tres triángulos confluyen entonces en una historia que transcurre dando tumbos carente de equilibrio donde el único vértice que sufre es aquel que acepta ser honesto. Y tan sólo queda entonces preguntarse si todo habría sido distinto si el tiempo hubiese decidido detenerse en esa cama de matrimonio.
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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura
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