La calma se asienta alrededor cuando los días pasan regodeándose en su estatus de tierra de nadie. Instantes de espera en los que la realidad apenas se ha adaptado a la vuelta y ya vibra esperando una nueva marcha que se hace patente con el paso de los minutos. Un nuevo destino espera en cuestión de días, nuevos mares y nuevas tierras de las que disfrutar cuando aun siguen tiernos en la memoria los recuerdos de la caricia del mediterráneo y sus bailes.
Repica como un ritmo de base la impaciencia de la espera cuando mi mente se detiene un instante y mi mirada se alza hacia un cubo de colores que corona mis noches y cuida de mis días. Junto a él, no demasiado lejos, el retrato de una tortuga moteada se concentra en ese rompecabezas que no llega a acabarse jamás. Y colgando de mi pared entre cientos de otros recuerdos, se alzan imágenes que guardan también pedacitos de él; aquellos que difícilmente se olvidan.
Él es la calma entre mis tempestades, la escucha siempre silenciosa de cientos de mis desvaríos e historias. Él es la tempestad en mi calma, aquella que atravesó sin dar tregua cada centímetro de mi corazón y se instaló para quedarse.
La lágrima que rompe y se derrama cuando los recuerdos resultan abrumadores y la ausencia dolorosa; la sonrisa que surge después al saber que previo a la ausencia fueron vivencias de lo más dulces las que se fueron acumulando.
Un veinte más que pasa entre maletas aun por hacer. Un veinte más que aunque lo intente no te olvido.
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