Ecos de semifinales perdidas resuenan contra las paredes, las imágenes de viejos errores se pasean por aquel vestuario como gastados fantasmas sin nada mejor que hacer. El silencio envuelve a cada guerrero y vestirse se torna ritual buscando hasta en el rincón más recóndito el último ápice de concentración necesaria.
Fuera ruge la grada en tronar germano, en un infierno pronosticaban que se tornaría el estadio, un mismo rugir prendido en llamas donde hasta el propio túnel de vestuarios brilla en el rojo de una misma pasión, un mismo deseo, el hito del doblete que aun es posible y soñar cuesta poco.
Pero nadie contaba con que el fútbol fuese mujer rencorosa capaz de recordar hasta el menor agravio, nadie contaba conque cada broma que giró antaño en torno a ese balón lanzado a las nubes fuese a volver en forma de certeros cabezazos al centro de la red, nadie contaba con que el general estuviese inspirado y fuese capaz de saldar su deuda con aquel penalti fallado. Nadie contaba con verles pasar, nadie salvo ellos.
Apenas sale el sol y las gotas de lluvia ya bañan las aceras de una ciudad dormida. Por entre las nubes apenas se cuela un solitario rayo de sol en un cielo encapotado, triste, perezoso y gris.
La puerta de un bar que pone fin a su jornada laboral se cierra y la verja granate cae con un golpe sordo hasta el suelo, elevado por dos escalones erosionados por los recuerdos. Se escucha en el silencio un giro y medio de llave y después un bostezo y la caricia de una mano sobre los párpados cansados. La música suena suave en sus oídos, en melodías sosegadas y amables que intentan poner paz en sus interminables horas de ruido estridente y copas servidas. Los acordes de una canción demasiado conocida arañan su corazón y por un instante se recuesta sobre la pared de ventanales cerrados al amanecer de una nueva semana. Instantes que el tiempo no puede vencer, recuerdos que se agolpan en sus mejillas en un baño apenas permitido.
El ruido del tráfico se asemeja a un murmullo apenas perceptible en el vacío en el que se esconde cuando la visera del casco oculta su mirada fija en el asfalto. El vibrar del motor acaricia sus manos enguantadas llenándolas de la satisfacción de controlar el rumbo, dueño único de un destino aun pendiente de ser escrito, elegido a conciencia y con firme decisión. Madrid pasa a su costado sucediéndose entre edificios antiguos y gastados y aceras mojadas que intentan limpiar los excesos de un fin de semana más. Es entonces cuando la ve, entre viandantes distraídos y vehículos que se adelantan entre sí como si aquello fuese una carrera y no ir por detrás fuese el premio. Tan elegante como siempre, con su mirada fija más allá de cualquier horizonte, cincelada en piedra y acontecimientos históricos, siempre lejos de la vida que la rodea. Intensos recuerdos resquebrajan la pared de hielo de su chaleco anti sentimientos y entonces piensa en ella y en su sonrisa limpia y eterna.
Detiene sus pies frente a aquella vieja estatua que pasa desapercibida entre los quehaceres diarios de una ciudad frenética. Las caricias de entonces aun arden en su piel como heridas recientes de dificultosa cicatrización, los besos resuenan en sus oídos por encima de las voces empastadas que vuelven a entonar esa canción, y su mirada se alza hacia el rostro ausente y lejano de ese ángel de piedra que fue testigo de recuerdos que no se podrán recuperar jamás. Como jamás podrán recuperarse el uno al otro.
Arranca de nuevo el motor con giro rabioso, dejando que el rugir de la máquina sosiegue la voz enmudecida de su interior. Baja la visera del casco y se nubla su mirada buceando entre el tráfico que no da tregua. Avanza sin remordimientos, sin atreverse a mirar atrás, sin darse cuenta de que ella ha escapado de sus pensamientos y está ahí frente a él contemplando el mismo rincón de Madrid que supo juntarles, preguntándose si alguna vez en esas calles se podrán volver a reencontrar.
Se dice del gladiolo que es la flor de la victoria. Leyendas que transporta el tiempo de viejas batallas en circos romanos cuentan que al gladiador que de la lucha salía victorioso se le hacía entrega de dicha flor como símbolo de su victoria en tan encarnizada pugna.
Se tacha un nuevo día en el calendario del 2014 y da comienzo un veinticinco con sabor a impaciencia, sin duda, puesto que suma veintitrés y el veinticuatro se deja sentir ya cada vez más cerca. Pero también con sabor a lucha y triunfo pues en ese lejano veinticinco dos años atrás, cuando la batalla parecía ya del todo perdida, un corazón siguió latiendo y anhelando aquello que sabía suyo.
Hoy lo tiene y lo disfruta a sabiendas de que por nada del mundo lo va a dejar escapar.
Erase una vez, según cuentan viejas historias, una joven princesa de rodillas raspadas y calcetines caídos que estudiaba en un humilde palacio en lo alto de una vieja montaña. De sus jardines conocía cualquier escondrijo y sus pasillos de luminosos ventanales se le antojaban hogar conocido cuando por entre ellos caminaba entre pequeños saltitos con su falda de cuadros al viento y su corta melena ensortijada recogida en una coleta. Soñaba con crecer, con seguir adelante siempre más allá, con volver a hogares añorados y descubrir nuevos destinos. Hasta que llegaba aquel día señalado en rojo en el calendario, era entonces cuando soñaba con caballeros en armadura y rosas rojas ensangrentadas.
Hoy esa princesa ha vuelto a casa y viste vaqueros y blusas en lugar de coquetos vestidos. Sigue ocultándose entre ramas entretejidas en los ricónditos parajes de su imaginación y relatando sueños que a veces ni siquiera tienen nada que ver con ella; siempre con una tiza en el bolsillo, un bolígrafo en la mano y una idea en el corazón. Y sigue rodeando en rojo el día de la rosa, disfrutando del príncipe soñado y del olor imborrable de esa preciosa flor.
Es una tendencia muy propia nuestra la de derrumbar a martillazos las paredes de nuestro mundo cuando un pequeño suceso tan inesperado como negativo sacude nuestra preciada realidad. Con el dramatismo por bandera juramos no creer jamás en conceptos abstractos, afirmamos que el amor nunca será puro de nuevo, que la confianza en el otro no se recupera jamás se pierde, que del dolor jamás borraremos su huella, que lo derruido no se puede recomponer y que de esta no saldremos adelante.
Nos encanta cubrirnos con las sábanas de nuestra propia novela barata de las que quedan sepultadas en cajones de librerías de barrio y encima pedirle al otro un consejo que se guarda en algún rincón y nunca más se devuelve. Nos perdemos en nuestras lágrimas y nos vanagloriamos por ello.
Es entonces cuando te das de bruces contra la realidad y el verdadero dolor te observa desde la lejanía con su mirada escéptica; pobre niña ingenua, que poco sabe de lo que es el dolor y cuánto tendría para escribir sobre la testarudez.Y los que sufren ese dolor te dan una lección cuando, contra oleadas que a cualquiera le devastarían, se mantienen firmes siempre con una sonrisa.
Cuando más máscaras de sonrisa torcida hacia abajo encuentro más me acuerdo de la fuerza de su padre que, aun destrozado, hizo acopio de fuerzas para enseñarme a mí por qué no había que llorar. Y entonces, aunque sea solo de modo parcial, vuelvo a creer un poco en el ser humano.
Siempre, desde niña, me ha encantado el descaro de ese personaje de cara cubierta y musculatura elegante y flexible. Su ironía manifiesta en cada salto entre edificios y sus comentarios sardónicos mientras vuela por entre las calles de Nueva York.
Sienta bien reencontrarse con él de vez en cuando, dejar que inspire nuevos caminos para mis propias historias y compartirlo con una gran compañía si no la mejor.
Si bien es cierto que aquellas con las que me gusta disfrutar de unos margaritas compartidos están lo suficientemente lejos como para que sea imposible hasta compartirlo en la distancia eso no significa que no se pueda improvisar un instante enteramente femenino en un salón al que la ausencia paterna apenas se le nota.
Los palillos chinos chocan entre sí dejando caer sobre el plato el trozo de sushi provocando risas mal disimuladas y sonrisas empáticas pues no siempre es fácil mantener la gracia y la corrección cuando la comida se pone en contra. Las conversaciones se suceden una a la otra acabando en el tema más recurrente en cualquier reunión donde la progesterona es reina, los hombres se vuelven protagonistas y las anécdotas rebotan contra las cuatro paredes en un juego de bolas locas.
Y la noche acaba entre luces y música viejos temas muy conocidos, bruma de otros tiempos. Entre miradas cómplices, sonrisas de hastío y desesperación entre fotos profesionalmente naturales que arrancan alguna carcajada.
Gran noche de jueves, sin duda.
No es más que un juego, un sonido de fondo y luces cambiando en una pantalla lejana mientras un improvisado grupo de pasados propios coinciden compartiendo la misma mesa, el mismo instante, la misma pizza y la misma risa sencilla carente de confianza en el otro pero sin miedo a mostrarse tal cual es.
Los minutos prosiguen, la comodidad se asienta entre las cuatro paredes de aquel bar lleno de rostros conocidos mientras un comentarista sin nombre narra jugadas a las que a veces ni siquiera se presta atención, pues más allá del juego queda la posibilidad de darse cuenta de esa improvisada estampa que se forma ante los ojos sin haberla podido predecir.
Se escucha un grito de asombro. Él que apenas cree que haya sido capaz de llegar a ese balón. Ella que se aferra a su bufanda y en su mirada brilla el deseo y el fanatismo más irracional. Ellas que apenas lo entienden pero que se dejan contagiar esperando poder unirse a un grito unánime. Y por último ella, que tan sólo observa, la jugada, a sus amigos, el ambiente, y que guarda la cámara pues hay cosas que no hace falta retratar.
Al final el bar estalla en un grito que sale de entre los labios del número 11, héroe de la noche, ese de pulcro inglés que resuena musicalmente en los oídos.
Cae la noche sobre la ciudad, una noche limpia donde el cielo se pinta de el ultramar más sincero salpicado de lejanas estrellas que se asoman para descubrir un año más esa mirada que se pierde más allá buscando el consuelo en el infinito mientras contra el pecho su mano apenas sostiene su corazón.
De frente el adoquinado irregular, piedras sueltas y socavadas que se clavan en la planta del pie más allá incluso del zapato negro. El bajo de terciopelo arrastra en una caricia silenciosa sobre el camino que se va recorriendo a paso sosegado, acompañándola en su andar hacia el encuentro con su hijo. El hachón avanza, a trompicones, cargarlo cuesta, y la luz de cada vela alumbra el pasillo por el que allí a lo lejos se la ve llegar, a hombros de quienes la portan con orgullo sobre los hombros y cariño sincero en el corazón.
Se detiene el cortejo una vez más, la ciudad la observa, y una niña alza el rostro buscándola entre el incesante pasar de cofrades cubiertos. La encuentra y de pronto recibe una caricia suave en esa nariz pequeña que sobresale entre las mejillas redondas y de piel suave. La sonrisa de emoción y vergüenza cubre su rostro y provoca que el corazón se llene de ese calor que da el poder presenciar una escena única.
Se retoma el avance, la ve acercarse y sonríe de orgullo por poder acompañarla y su sonrisa queda en el anonimato pues nadie puede observarla. A quién le importa, ese momento es suyo, llevaba mucho tiempo deseándolo.
Tampoco es que sea este un acontecimiento digno de su propio espacio en este, mi pequeño rincón de pensamientos aleatorios. Pero tampoco es que yo tenga una lista perfectamente definida de requisitos por cumplir para ser digno de ser una entrada más que rellenar espacio en el índice a la izquierda.
Quizá resulte curioso pensarlo de ese modo cuando la sociedad alrededor se alimenta como un buitre de eventos sociales a enseñar, fotografías retocadas a compartir y fotos tomadas a ciegas con el brazo estirado y poco cariño por la imagen a retratar. La cuestión es que intento no vivir mi vida en instantes dignos de retratar, sino que prefiero buscar la fotografía que entraña cada instante.
Y el día de hoy ha estado lleno de esos instantes bañados en polvos de colores volando al viento en compañía de viejos compañeros de viaje con los que el contacto se pierde pero el cariño permanece.
Un verano, y con este sube la cuenta a dos, esa playa volverá a ser refugio compartido. Esta vez con más ganas, esta vez con mejor cámara, esta vez siendo conocido y con muchas ganas de vivirlo.
La tarjeta se queda temblando después de este repentino gasto un tanto elevado pero en realidad tampoco es que importe en exceso al pensar que la causa de ese desembolso son unos días en aquel lugar perfectamente pintado.
Que corra el reloj hacia delante, que los días se tachen en el calendario, quiero volver a hundir de nuevo los pies en arena cálida.
Nos medimos en tiempo.
Ante cada situación desenrollamos esa vieja cinta métrica de modista, amarillenta y de números gastados por el uso, para medir uno por uno los segundos que suman. Los matrimonios se miden en aniversarios, la vida en las velas que soplamos, las relaciones en las veces que el calendario pasa por esa fecha hecha muesca en el tronco de algún árbol, el aprendizaje en los semestres que cursamos y los exámenes que suspendemos, incluso la ropa que vestimos la medimos en los días en los que nos la ponemos.
Todo se mide en tiempo y quizá ahí esté el fallo. Hoy vuelvo la vista atrás no para pensar en entonces como un instante con fecha de caducidad; que la tenía, como los yogures, y bastante próxima por cierto. Sino para medirla en instantes.
Quiero medir aquel entonces por las sorpresas cuya preparación me mantuvo en vela hasta altas horas de la noche, en las clases de primero pasadas con la vista fija en el vibrar del teléfono. Medirlo en visitas al teatro y caricias clandestinas, incluso en planes propuestos que no se cumplieron nunca. Quiero medirlo en cada gota de lluvia que baño la acera de ese viejo Cinco de Abril de cuando aun éramos inocentes y torpes, y sonreír después al darme cuenta de lo mucho que mereció la pena apurar nuestro tiempo al máximo.
Ponerse metas a uno mismo es inevitable, algo inherente a la naturaleza del ser humano. Necesitamos de esos pequeños incentivos, a veces tan nimios como un baño relajante al terminar todo lo demandado, a veces un poco más desafiantes como la casa de en sueño en lo alto de una colina con vistas al mar. Y los necesitamos porque es aquello que nos invita a seguir adelante y seguir creciendo. O a veces porque son los que marcan el final de una etapa y el inicio de una etapa siguiente, más nueva, distinta, desconocida e intrigante.
Para mí ocurrió algo similar, mi primer gran objetivo orientado hacia mi primer gran sueldo. Quizá no ha sido tan abundante como mi mente adolescente había podido planear pero para mí ha sido lo suficientemente satisfactorio. Es hora de plantearse ahora nuevos objetivos y marcar los ritmos de nuevas etapas.
Game on!