Es una tendencia muy propia nuestra la de derrumbar a martillazos las paredes de nuestro mundo cuando un pequeño suceso tan inesperado como negativo sacude nuestra preciada realidad. Con el dramatismo por bandera juramos no creer jamás en conceptos abstractos, afirmamos que el amor nunca será puro de nuevo, que la confianza en el otro no se recupera jamás se pierde, que del dolor jamás borraremos su huella, que lo derruido no se puede recomponer y que de esta no saldremos adelante.
Nos encanta cubrirnos con las sábanas de nuestra propia novela barata de las que quedan sepultadas en cajones de librerías de barrio y encima pedirle al otro un consejo que se guarda en algún rincón y nunca más se devuelve. Nos perdemos en nuestras lágrimas y nos vanagloriamos por ello.
Es entonces cuando te das de bruces contra la realidad y el verdadero dolor te observa desde la lejanía con su mirada escéptica; pobre niña ingenua, que poco sabe de lo que es el dolor y cuánto tendría para escribir sobre la testarudez.Y los que sufren ese dolor te dan una lección cuando, contra oleadas que a cualquiera le devastarían, se mantienen firmes siempre con una sonrisa.
Cuando más máscaras de sonrisa torcida hacia abajo encuentro más me acuerdo de la fuerza de su padre que, aun destrozado, hizo acopio de fuerzas para enseñarme a mí por qué no había que llorar. Y entonces, aunque sea solo de modo parcial, vuelvo a creer un poco en el ser humano.
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