Apenas sale el sol y las gotas de lluvia ya bañan las aceras de una ciudad dormida. Por entre las nubes apenas se cuela un solitario rayo de sol en un cielo encapotado, triste, perezoso y gris.
La puerta de un bar que pone fin a su jornada laboral se cierra y la verja granate cae con un golpe sordo hasta el suelo, elevado por dos escalones erosionados por los recuerdos. Se escucha en el silencio un giro y medio de llave y después un bostezo y la caricia de una mano sobre los párpados cansados. La música suena suave en sus oídos, en melodías sosegadas y amables que intentan poner paz en sus interminables horas de ruido estridente y copas servidas. Los acordes de una canción demasiado conocida arañan su corazón y por un instante se recuesta sobre la pared de ventanales cerrados al amanecer de una nueva semana. Instantes que el tiempo no puede vencer, recuerdos que se agolpan en sus mejillas en un baño apenas permitido.
El ruido del tráfico se asemeja a un murmullo apenas perceptible en el vacío en el que se esconde cuando la visera del casco oculta su mirada fija en el asfalto. El vibrar del motor acaricia sus manos enguantadas llenándolas de la satisfacción de controlar el rumbo, dueño único de un destino aun pendiente de ser escrito, elegido a conciencia y con firme decisión. Madrid pasa a su costado sucediéndose entre edificios antiguos y gastados y aceras mojadas que intentan limpiar los excesos de un fin de semana más. Es entonces cuando la ve, entre viandantes distraídos y vehículos que se adelantan entre sí como si aquello fuese una carrera y no ir por detrás fuese el premio. Tan elegante como siempre, con su mirada fija más allá de cualquier horizonte, cincelada en piedra y acontecimientos históricos, siempre lejos de la vida que la rodea. Intensos recuerdos resquebrajan la pared de hielo de su chaleco anti sentimientos y entonces piensa en ella y en su sonrisa limpia y eterna.
Detiene sus pies frente a aquella vieja estatua que pasa desapercibida entre los quehaceres diarios de una ciudad frenética. Las caricias de entonces aun arden en su piel como heridas recientes de dificultosa cicatrización, los besos resuenan en sus oídos por encima de las voces empastadas que vuelven a entonar esa canción, y su mirada se alza hacia el rostro ausente y lejano de ese ángel de piedra que fue testigo de recuerdos que no se podrán recuperar jamás. Como jamás podrán recuperarse el uno al otro.
Arranca de nuevo el motor con giro rabioso, dejando que el rugir de la máquina sosiegue la voz enmudecida de su interior. Baja la visera del casco y se nubla su mirada buceando entre el tráfico que no da tregua. Avanza sin remordimientos, sin atreverse a mirar atrás, sin darse cuenta de que ella ha escapado de sus pensamientos y está ahí frente a él contemplando el mismo rincón de Madrid que supo juntarles, preguntándose si alguna vez en esas calles se podrán volver a reencontrar.
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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura
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