Cae la noche sobre la ciudad, una noche limpia donde el cielo se pinta de el ultramar más sincero salpicado de lejanas estrellas que se asoman para descubrir un año más esa mirada que se pierde más allá buscando el consuelo en el infinito mientras contra el pecho su mano apenas sostiene su corazón.
De frente el adoquinado irregular, piedras sueltas y socavadas que se clavan en la planta del pie más allá incluso del zapato negro. El bajo de terciopelo arrastra en una caricia silenciosa sobre el camino que se va recorriendo a paso sosegado, acompañándola en su andar hacia el encuentro con su hijo. El hachón avanza, a trompicones, cargarlo cuesta, y la luz de cada vela alumbra el pasillo por el que allí a lo lejos se la ve llegar, a hombros de quienes la portan con orgullo sobre los hombros y cariño sincero en el corazón.
Se detiene el cortejo una vez más, la ciudad la observa, y una niña alza el rostro buscándola entre el incesante pasar de cofrades cubiertos. La encuentra y de pronto recibe una caricia suave en esa nariz pequeña que sobresale entre las mejillas redondas y de piel suave. La sonrisa de emoción y vergüenza cubre su rostro y provoca que el corazón se llene de ese calor que da el poder presenciar una escena única.
Se retoma el avance, la ve acercarse y sonríe de orgullo por poder acompañarla y su sonrisa queda en el anonimato pues nadie puede observarla. A quién le importa, ese momento es suyo, llevaba mucho tiempo deseándolo.
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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura
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