Termina el día en este curioso lugar en el que me encuentro, tan distinto de aquello a lo que llevo acostumbrada; carente de vegetación desértica o edificada. Y mientras las olas del mar acarician las plantas de mis pies que se hunden sin preocuparse en la arena blanda y rugosa me dejo envolver por el ambiente de calma que levita en el ambiente.
Quizá sea por eso, por la calma contagiosa que me conquista incluso a mí, urbanita de pro, que todo en este lugar parece incluso sencillo y hasta para planificar las comidas estamos dispuestas a ponernos de acuerdo.
Como una máquina que sabe bien como funcionar, donde los engranajes tan distintos entre sí son los necesarios para activar la pieza siguiente al dejarse mover por la anterior en una curvatura infinita que cierra el círculo. Y, aunque si bien es cierto que hay instantes que me chirrían en el oído como el arañar de unas uñas viejas y descuidadas sobre la superficie de pizarra lisa, esta melodía parece ligeramente afinada; me abstengo a juzgar si suena bonita o acompasada, dejémoslo en que con que no desentone me contento.
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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura
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