Hay un lugar, de esos que se pierden entre las callejuelas de Madrid, donde nunca sale el sol y la noche se vuelve eterna. Un lugar donde el guiño a la infancia resulta de algún cierto modo casi irónico cuando corren de un lado al otro de la barra cantidades indecentes de alcohol enfrascado. Un lugar donde el colorido está a la orden del día, la ventilación es poco frecuente y la gente se amontona ávidos de deseo por hacer de aquella una noche inolvidable más.
Ese rincón trae consigo infinidad de recuerdos y anécdotas pintadas en el papel de las paredes. Yo las ignoro y, por otra parte, tampoco es que me resulte necesario conocerlas en lo más mínimo. Ese rincón se vuelve refugio y gozo para quién de verdad sabe encontrarle ese punto alegre, santuario de muchos que yo no comparto.
Un lugar, en definitiva, de esos que no te gusta compartir con demasiada gente porque no es agradable ver cómo te lo arrebatan.
El ser humano es caprichoso y las relaciones humanas curiosas cuando son estudiadas en perspectiva. No obstante no es momento para centrarse en ello, que suba la música y corran los chupitos a la salud de quién se arriesga a arrebatar lo que no es suyo.
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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura
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