viernes, 30 de agosto de 2013
Una luz que se apaga
Y al ponerse el sol más allá de la línea del horizonte, dibujando la silueta en negro de cientos de edificios que se antojan una realidad demasiado lejana más allá del ventanal sucio de aquel hospital, una luz en su interior se apaga.
Con la respiración contenida y sentado sobre un solitario banco el corazón se rompe en cientos de lágrimas que agitan el espíritu. Esconde el rostro entre las manos, cubren estas sus sollozos mientras su pensamiento vuela por ese pasillo hasta detenerse en la puerta 616. Allí descansa, al fin en paz, un alma acompañada por quienes supieron quererle más allá de sus cargas o, a pesar de ellas. Quienes supieron entender que el perdón es, al final, la única realidad imperante pues rompe con cualquier barrera que quede por encima del cariño. Otros están demasiado anclados en su ceguera superficial y aun no han llegado a ver que cuando la pelota pasa por debajo de la mesa no desaparece, seguirá su camino hasta resurgir al otro lado.
Él descansa, en paz por fin, mientras a su alrededor todo se rompe en un duelo tan natural como lo es respirar. Los lazos que le unían se refuerzan con su marcha y los recuerdos cobran un nuevo significado, uno aun más brillante pues solo nos quedamos con los buenos.
Y él se marcha, se aleja para reunirse de nuevo con su padre surcando un limpio cielo azul, el mismo azul que surcan los aviones.
Se queda, como escaso consuelo, el pensamiento de que él sabrá cuidarle como no pudimos hacerlo nosotros.
Descansa en paz allí donde vayas, desde aquí nunca te olvidaremos.
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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura
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