La luz brillaba tenue, escapando de los apliques del techo en negro llenando de un brillo misterioso el azul de las paredes y el tono bronce de la gastada barra del bar. Sentada sobre un viejo taburete de tapizado roído la camarera se entretenía secando con un paño limpio el grueso borde de un vaso de cristal de propaganda cervecera. Las persianas de las ventanas estaban bajadas, tan sólo la puerta permanecía entreabierta dejando entrar los gritos de los niños que jugaban fuera, gritos que quedaban amortiguados al empezar cada canción que llenaba el bar.
Cerró los ojos y una sonrisa surcó su rostro juvenil y fresco cuando esa canción que tanto le gustaba empezó a sonar por sorpresa. Dejó el vaso sobre la barra, con el paño apoyado sobre él, subió el volumen hasta ensordecer hasta sus propios pensamientos y de un brinco pasó por encima de la barra hasta la amplia superficie del bar, surcada de taburetes y mesas altas.
El mundo a su alrededor desapareció conforme sus pies captaron el ritmo, las notas marcaban el bamboleo suave de sus caderas al principio, que se tornó desenfadado y absurdo al romper la guitarra el tempo, y su melena sedosa y poblada en tonos cobrizos voló en trazos irregulares cubriéndole el rostro donde nada podía borrar la sonrisa mientras entonaba la letra de la conocida canción.
Él se apoyó en la puerta entreabierta del viejo bar donde el día anterior sus amigos y él habían acabado por casualidad. Precisamente ese mismo bar que tanto frecuentaban sus padres y que regentaba un viejo amigo de la familia. El mismo que daba trabajo a esa camarera de genio endiablado que se había reído de ellos la noche anterior y que se encontraba en ese preciso instante ante él, bailando con menos ritmo que vergüenza, ajena a cualquier mirada indiscreta.
Cantó el cantante su última frase en un grito ronco sin apenas entonación y él rompió el silencio en un aplauso de palmadas lentas, movimiento marcado y una sonrisa que no pretendía en absoluto resultar burlona.
Ella se detuvo en seco y el color ascendió a sus mejillas haciéndolas brillar entre la luz tenue del bar. Escrutó su rostro reconociéndole al instante y recordando la noche anterior y a ese grupo de idiotas que se habían pasado de listos. Cruzó los brazos a la defensiva e incapaz de quedarse quita se volvió y pasó por debajo de la parte abatible de la barra volviendo a su sitio natural en ese bar, el sitio donde se sentía cómoda y capaz, el sitio desde el cual podía señalarle el camino hacia la salida sin el menor miramiento.
Y él sencillamente amplió la sonrisa, por completo conquistado por la fuerza de aquella chica, como una marea embravecida, tan impredecible como arrebatadora. Atrapado por la sencillez y naturalidad que apenas podía esconder detrás de esa pose osca. Cautivado por la chispa de inteligencia brillando en esos dos ojos verdes almendrados que parecían desaparecer si sonreía.
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Préstame tus fuerzas, dame tu ternura
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